
Las noches en que mi amor zozobraba, me volvía a dormir al barrio. Pero eso no diría nada si no hiciera algunas consideraciones pertinentes. A saber: por qué zozobraba mi amor y cuál era el barrio al que volvía. Pero sin dejar de ser importantes, verán vecines que su importancia es igual a cero, cuando se enteren de los hechos que acontecieron a partir de esos dos motivos de mis dislocaciones de madrugada, en las noches estivales de diciembre de 1990, en la ciudad de Bs. As. Podría haber ocurrido en cualquier barrio, entre cualquier golem inanimado y un humano poco animado; pero no se dio en cualquier barrio, sino en San Cristóbal… y allí tenemos la segunda “consideración pertinente”; aún no sabemos la primera. Por Adrián Dubinsky.
Vienes con una mano sobre el pecho,
Florencio Sánchez, de Riganelli.
con una mano fina que descansa
bajo una luz de resplandor rehecho,
hacia la esquina que tu pie no alcanza.
Oscar Hermes Villordo
No sé por qué hablo mal y meto ees donde van aes o ooes, pero el caso es que va a funcionar así, y si así funcionará, mejor que nos pongamos de acuerdo en la esquizofrenia literaria genérica que me va a invadir en este relato carfado de noche y lluvia en el sur de la capital, en noches en las que todavía existía la posvida de la conclusión de Crusoe, de la posibilidad de antiutopía de Thoureau, la antisociabilidad de Salinger, la osquedad transformada en confianzuda decadencia de una cama con whisky en la mano de Onetti, el carácter ermitaño pero con la posibilidad de hacer un viaje en el tiempo de Scrooge, el individualismo anárquico de Strimer; la sagrada quietud de Centeya; y con ese espíritu no podía más que entregarme a ese camino inexorable del devenir en la transmodernidad, el conjunto societario degradado desde la comunidad, que ya no es posmodernidad, pero tampoco es otro orden; algo así como la pesadilla gramsciana hecha literatura, ecoando en la intersección entre lo que no acaba de morir y lo que no termina de nacer y que pare monstruos goyeanos que redundan en lo acontecido en los noventa en la Argentina menemista, en que la transformación de la esperanza más inocente y genuina en la política se volvía la antipolítica anarco individualista, pero en contradicción con la propia testarudez adolescente, con lo cual el sistema esquizo era cuasi perfecto -siempre cuasi, como cualquier idolatría de la realidad a mis dieciocho-, con mi idealización de los dolores, de la existencia como experiencia absurda pero, a la vez, descubriendo el gozo de la simpleza de existir, de comenzar a convocarme a partir de nuevos sabores, aprehendidos, culionarios; era algo así como la reacción al existencialismo de Sartre a partir de una simbiosis de todo lo aprendido en cuanto a placeres se refería… y allí tenemos un esbozo de la primera “consideración pertinente”. De pronto, el vino no era solo con soda, y la crema, además de usarse para las frutillas una vez por año, también se comía con las pastas; y esa intuición que llevaba adherida a mi ser, de pronto respondió al estímulo amoroso con la paciencia del Vesubio en el 79.
Aquella noche, creo recordar que era un 28 de diciembre porque una vez más habían dicho que tocaban los Redondos -y que la inocencia te valga. Más allá del tedio intrascendente para la pareja, que solo se manifestó con frialdad, pero nunca con discusión ni pelea, me dieron ganas de enfilar para mi casa materna -a pesar del patriarcado, el lenguaje se obstina en aparecernos paradójico, cuando en realidad nos da claves de sabiduría que se vienen repitiendo desde hace milenios; el problema es hilvanar los arcanos del lenguaje. Por ejemplo, en castellano las casas son femeninas y los hogares masculinos, cuando en realidad, según dicta la norma más elemental del patriarcado, el hombre levanta la casa y la mujer constituye el corazón del hogar-. En la casa de mi vieja, o mejor dicho en la mega casa heredada, en ese falansterio barrial en el que el único capital se erguía sobre ladrillos de 20 sin un céntimo de capital en metálico, siempre había una habitación dispuesta para mí, para mis inesperados regresos, como si la afirmación altiva de mi amor y mi camino de vida necesitasen del énfasis para posicionarse ante mi madre; y en silencio, sin necesidad de denunciar la jugarreta de Perogrullo, con amor silencioso dejase siempre la cama limpia para mi desreposo aguerrido de las madrugadas rabiosas del noventa.
Aquel 28 de diciembre salí del departamento de dos ambientes de Darragueira y Cerviño. La bicicleta y el verano son como arroz con frijoles, como el asado con vino tinto, como la propia necesidad de introspección en movimiento y el verano húmedo porteño. En lugar de ir por el camino clásico: Darragueira, Colombia, Av. Sarmiento, Santa Fe, Pueyrredón, su continuación Jujuy, Pavón y, a una cuadra exacta de Canal 11 (Pavón 2444 – Pavón 2344), casa; tomé un camino por dentro, que tuviese calles desiertas y menos luz que las que ostentaban las avenidas.
Al llegar a Carlos Calvo y Loria, entrando al barrio -aunque técnicamente, el barrio llegaba hasta Boedo hasta 1968-, enfilé por Oruro. Siempre me pareció no solo pintoresca esa caprichosa calle en diagonal, sino que también resultaba de una utilidad práctica al reducir considerablemente la cantidad de metros hasta mi casa. Y si bien estaba en bici, decidí bajarme y caminar esas cuadras oblicuas por la que aún en las noches húmedas, del fondo del empedrado todavía se elevaba el aroma de los desechos que había dejado hacía apenas cincuenta años, el trencito de la basura que iba a la quema, y que había dejado la trama en la huella echa calle. Ese aroma acre que se espesaba con la niebla estival y la pesadez de la humedad del plata, detenida en microgotas flotando en el aire, impregnando pulmones y caminar; tornando al flanereo de una consistencia opiácea. ¿Era la consistencia del aire o eran los aseptobron que me había clavado apenas me había subido a la bici para volver al barrio? Independientemente del motivo, me deslicé por los adoquines resbalosos con la bici en la mano y un porro en la boca. El silencio era directamente proporcional a la gomosidad de la atmósfera: un silencio de chicle en los tímpanos, como un bubblicius o un súper bazooka soft con apenas dos oclusiones: un silencio ácido y luego una cadencia como el tema Sway, de los Stones.
Al llegar a la esquina de Oruro y Humberto I. “Balanceo” se había transformado en “Verano porteño”, cobrando el mismo ritmo que mi respiración me demandaba, casi marchando por Oruro, atravesando el borde de la Martín Fierro, oyendo los gritos de los laburantes que se cocían a fuego lento en el interior de la plaza hacía 71 años, cruzando el poli bajo el techo obligado, cicatriz viperina que dejó Cacciatore, hacia Pavón y luego todo derecho, por Pavón derecho…
Al llegar a Chiclana la avenida se mostraba desierta. Los semáforos dando luces a nadie daban una sensación de soledad aún más fuerte que el silencio, que la noche espesa sin un alma alrededor. Crucé la calle y me detuve en la plazoleta en la que está la estatua de Florencio Sánchez. La que hizo Riganelli. Hacía años que adornaba la plazoleta de Chiclana y Pavón, pero anteriormente se alzaba a la altura del cruce de Chiclana con Deán Funes, mirando al norte, como si viniese desde el humedal del sur, con el cabello ostentando esa humedad comprobable en el éter, y su mano en el pecho, presagiando una anaerobia fatal.

La densidad del aire se había vuelto neblina leve pero espesa. El calor parecía haber dotado de gotitas a las sienes del metal de Florencio. Me quedaban pocas cuadras por delante, pero el sopor motriz que me invadía me llevo a detenerme a mirar la estatua en estado de trance, con la mente espaciando los detalles. Sus cabellos separados por una fina raya que dejaba un peinado a dos aguas que parecía permitir el deslizamiento de la humedad condensada; la mano de dedos huesudos que presagiaban la muerte joven de quien, con rodilla levemente flexionada, parecía querer caminar sin ir a ningún lado. El misterio de la transustanciación de pensamientos comenzó a operar un extraño flujo invisible que comenzó a hacerme pensar las cosas que habría pensado Florencio al describir aquellos años de principio de siglo, aquellas inequidades que hoy se hallaban edulcoradas tras el velo de la nostalgia, pero que guardaba en su interior la sangre derramada de los oprimidos y el flacor obligado de las piernas del pibito que se veía obligado a laburar con nueve años, las canillas de los canillitas se engrandecían de nobleza ante las mías, tan vigorosas y pedaleantes que parecían colmadas de sustancia, pero que, sin embargo, a fuerza de conciencia parecían aflojarse.
Alrededor de Florencio comenzó a aparecer un aura nimbada por el efecto de la luz tenue y los bacilos de koch que habían comenzado a flotar en el aire, una expulsión iracunda de una miríada de pequeños seres tubercolosos flotaban como espermatozoides con ataque de pánico. El antitusígeno comenzó a incrementar la picazón de la garganta y por momentos tuve miedo de piorcar -así le llamábamos al verbo de la chiripiorca convulsiva-; pero no, no era nada de eso. Las tusas no habían hecho más que calmarme de lo que a esa altura me tendría que haber comenzado a preocupar. A mi alrededor, vacilaban los bacilos.
En silencio respiraba esa solución acuosa que se difuminaba por el aire. En silencio y absorto en los ojos entrecerrados de Florencio me entregaba a mis devaneos amapólicos mientras escuchaba el silencio de San Cristóbal. Cuanto más cavilaba en la nada, mientras más reflexionaba en lo fútil de mi contemplación, más me distraía con los acordes violatorios del silencio: el paso de las almohadillas de un gato, una inconsistencia de la baldosa que luego de un siglo cruje por fin, el choque de un meteoro ingresando a la atmósfera, el sonido chirrreante que indica que lo inmóvil se está moviendo. En mi bobera, ese último sonido me hizo ruido.
Mi ensimismamiento se deshizo como un hechizo roto al volver a escuchar el chillido imposible. No era lejos, no se daba esa oclusión del silencio como proveniente de la ciudad inmensa y dormida, sino que estaba a mi lado. Miré hacia el sur, en diagonal, como ordenaba la avenida Chiclana, y nada se veía por allí; luego hacia el este, buscando por Pavón, hacia mi casa, el camino de un hierro viejo arrastrado por algún ciruja, pero tampoco por allí se divisaba nada; luego hacia el norte, por donde la calle Luca se funde en una promesa de norte, pero solo un temple silente provenía de allí; luego hacia atrás, hacia el inmenso oeste, en el que Pavón se volvía boca de lobo; pero era inútil aguzar los oídos, tampoco sonido alguno provenía desde allí. Mientras giraba la cabeza hacia los cuatro puntos cardinales, el sonido volvió a repetirse al tiempo que un spray invisible denunciaba que la llovizna veraniega comenzaba a caer. El sonido volvió en un bis interminable: esta vez, sin duda, provenía de mi cercanía. Levanté la cabeza, y Florencio había abierto los ojos, dejando a la vista un dolor de bronce bruñido que resaltaba en la negrura del viejo metal.
En un instante despareció de mi cuerpo cualquier vestigio de aseptobrón unicap; la adrenalina hacía su trabajo y en segundos el motor aceleró su pulso y le indicó a mis extremidades que debían de rajar de allí. Salí corriendo, dejando la bici tirada, como si en lugar de ganar tiempo, al subirme en ella, lo perdiera de una manera inapelable mientras Florencio se desperezaba de su sueño metálico. Mientras corría se desató la tormenta y los truenos me pegaban en el pecho. Las piernas giraban como en un dibujito animado, pero parecía inútil la corrida: detrás de mí escuchaba los rebotes del acero contra el asfalto, cada vez más cerca.
Mi afán por desarrollar mayor velocidad era inversamente proporcional a dos cosas: al incremento del sonido detrás de mí y la torpeza de mi propio correr. No hacía falta girar la cabeza para imaginar a esa mole de metal corriendo detrás, tratando de alcanzarme para vaya a saber qué (¿matarme, comerme?). El sonido chocó con tal fuerza en mi voluntad, que, al llegar a la esquina de Catamarca, al mismo tiempo en que la tormenta arreciaba y la propia Pavón parecía haberse convertido en el valle de un riacho, mis piernas se enredaron por el pavor y caí provocando un dolor en las rodillas y en las palmas de las manos que rebotaron hasta el centro de mi columna.
Me giré con terror esperando lo inevitable, lo fatal. Ante mí, desde el suelo, la estatua negrosa, con sus ojos broncíneos, parecía mucho más alta de lo que en realidad era. La figura hincó una rodilla en el suelo, como si fuese a ser investida como caballero, y chirriando metal al punto de hacerme estremecer la quijada y entrecerrar los ojos, y sin hablar, pero diciendo, me puso un papel invisible en las manos. Me miró profundo y al instante despareció mi miedo. Ese ser, Florencio rehecho en otro ser, si es que de un ser se trataba, refulgía ominosidad, tristeza y pena por toda su extensión. Sus ojos me enfocaron y detuvieron mi mirada, consustanciándome durante unos segundos con otro tiempo y otra lengua. Al instante supe lo que me decía, y era tan simple y complejo en su empatía que me es imposible transmitirlo con palabras, solo como una idea de consustanciación humana me es posible acercarme a su silencio elocuente.
Se levantó, giró sin volver a mirarme, y se fue bajo la tormenta que caía sobre el barrio. Me quedé un rato sentado, aturdido. Luego me levanté, apreté el papel entre las manos, y caminé hacia casa, empapado y sin bici. Al llegar a casa, solo la mano entintada guardaba algún vestigio de aquellos minutos.