Uno puede remontarse con la imaginación al siglo XIX, ir podando el paisaje actual, ir borrando con una goma imaginaria los edificios circundantes; uno puede ir poblando la zona de pastizales y plumerillos, sauces y ombúes, puede imaginar el curso del arroyo tercero dividiendo el sur del sur de la Gran Aldea, y puede ver el paso firme del caballo de Rosas y los fieles que lo seguían por el límite norte de esos sembradíos, la actual Garay -luego se detendrá en el Hueco de los Sauces y allí mismo redactará su renuncia (Revisionistas)-, al ser vencido por las tropas de Urquiza y sus aliados foráneos, rumbo a su destierro en Southampton.
Antes de que se estableciese lo que luego se denominó genéricamente El Arsenal -el otro día esperando el arreglo de una bicicleta a media cuadra, un pibe de diez años aproximadamente, mentaba al lugar como “Arsenal”-, tras la expulsión de los padres de Belén -algo similar a la expulsión de los Jesuitas a nivel continental, pero reducido a una micrografía barrial-comunal-, en ese espacio se establecieron “hornos de ladrillos, polvorines, cuarteles” (Labraña: 33).
En ese mismo lugar, en la misma época en que se fundaba la fábrica de armamentos de la patria, la negra Paulina estableció un piringundín en el que tanto se servía un puchero, como se cantaba un tango o se ejercía y consumía la prostitución.
El investigador Labraña imagina, no sin una lógica inapelable, que los primeros tangos que se bailaron en nuestra tierra también los danzó la negra Paulina, cuyo marido, Casimiro Alcorta (el negro Casimiro), era un violinista que fue autor del tango C… Sucia (aludiendo a la vagina), que luego de lavado seguiría igual de sucia, pero cuyo sujeta, la C…, devendría en cara (Cara sucia).
Es bajo el Ombú, dice Labraña, en donde “desenfadados parroquianos, atiborrados de `cerveza chancho´ habrán cantado a voz en cuello la pecaminosa letra original” (Labraña: 33).
En 1902, ante el peligro de una guerra con Chile, la calle Brasil se cortó en el tramo que corre de Pichincha a Pozos, y ese espacio se destinó a maniobras y ampliación del espacio el Arsenal, teniendo que abandonar la zona la Negra Paulina.
Refiriéndose a la misma persona, Larroca cuenta que en esa zona de las barrancas naturales, que aún perduran, se había establecido una parte de la comunidad negra de Buenos Aires.
En uno de los ranchos, el de la ya mencionada Negra Paulina, se había abierto una especie de fonda y anexos que era frecuentada por “milicos, vigilantes y bomberos” que solían mandarse terrible asado de achuras trasegado con cantidades de vino rojo carlón, y que no pocas veces terminaba editando la grieta de la época entre porteños y provincianos, saldadas más de una vez a machetazos o cuchilladas.