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Fútbol, barrasbravas y los problemas de definición

 

“Hay que sacar a los inadaptados”, “se comportan como barrabravas” y más frases que se dicen partido a partido cuando algún hecho de violencia conspira contra el desarrollo normal de un partido de fútbol. Quizás parezca simplemente un tema lingüístico, pero en realidad es más bien una cuestión conceptual. Y es por eso, en parte, que estas asociaciones ilícitas no se pueden erradicar.

 

Para solucionar un problema, primero hay que encontrarlo, aceptarlo e identificarlo y luego actuar sobre él. Es imposible, entonces, eliminar un inconveniente si no se lo entiende. Las barrabravas no son grupos de violentos. Para nada. Y esto no es en defensa de las barras, sino todo lo contrario. Son algo muchísimo peor.

El idiota que se enloquece y, desde una platea que le salió $500, arroja un objeto al campo de juego, es el mismo idiota que se prende de la bocina cuando el semáforo no se terminó de poner en verde. En ese caso sí se puede hablar de violencia, intolerancia, problemas sociales, etc. Un tipo, diez o cincuenta, que, sin capacidad de raciocinio ante una situación deportiva-lúdica adversa, reacciona mal. Eso es una cosa.

Una barrabrava es otra cosa. Es un grupo bien formado, estructurado y vertical. Generalmente con uno o dos líderes, con un grupo un poco más amplio de personas de confianza, que se sientan en la mesa chica para las decisiones y la repartija de dinero, y otro grupo que se encarga de manejar y convocar a los distintos sectores que terminan conformando el total de la barra.

Los aficionados al cine, seguramente este tipo de conformaciones la habrán oído nombrar en alguna famosa trilogía de Francis Ford Coppola, basada en un libro de Mario Puzzo. La estructura de la familia Corleone, relato más que fiel de las agrupaciones mafiosas de la Cosa Nostra, constaba de un capo, el Don, un número dos, generalmente el hijo mayor y heredero, y en tercer lugar algunos consejeros y hombres cercanos (caporegimes), que a su vez controlaban los “regimes”, los grupos de “soldados” que terminaban de conformar los últimos escalones de la agrupación. Una línea vertical, con un jefe, su gente de confianza y, por último, los que, generalmente, terminaban actuando y cometiendo materialmente los delitos, venganzas, etc.

Por eso, la cuestión es conceptual. Las barras no son grupos de inadaptados. Ejercen la violencia cuando deben, siempre según su lógica, para imponer respeto, para reducir posibles rivales dentro de la misma barra o para ir reforzando el cuento del aguante en un enfrentamiento, cada vez menos común, con la hinchada de un equipo rival. No son violentos y ya. No son los hooligans, que de lunes a viernes trabajaban como cualquiera persona y los domingos, previa ingesta de una cantidad importante de cerveza, se iban a golpear contra bandas de equipos rivales, como hoobie. Acá son tipos que de lunes a lunes trabajan de delincuentes, de mafiosos, que se sientan a negociar cantidades de entradas con dirigentes, se arriman a punteros políticos para darle color a los actos, arreglan viajes al exterior, no pisan jamás una oficina o una fábrica. Trabajan de barras. La diferencia con don Vito y compañía es que unos trabajan de traje y otros se calzan una remera, una bermuda y un gorro. Los dirigentes les ceden entradas, les abren las puertas del Club, les liberan los molinetes con la connivencia policial y de los organismos de seguridad (¿Berni, cómo te va?), así que de ellos no se puede esperar nada.

La única que le queda al hincha de fútbol es, al menos, ser consciente de lo que pasa, y entender que estos grupos de mafiosos son estructuras bien sólidas, cuya eliminación vendrá exclusivamente con decisiones políticas firmes. Pero decisiones de verdad, no las de cotillón que dicen a diario todos.

Matias Fabrizio