“En nuestra inevitable subordinación al pasado, siempre condenados a conocerlo exclusivamente por sus huellas, nos hemos liberado de algo: hemos conseguido saber de él mucho más de lo que había tenido a bien darnos a conocer”
Marc Bloch
Bloch, Marc: Apología para la historia o el oficio del historiador. Fondo de Cultura Económica. México. 2001. Pág. 86.
La construcción de la memoria Histórica, de sus mitos, de sus metafísicas, no puede existir sin el vínculo comunitario, más allá de que este se forje a través de redes virtuales -al decir de Boaventura de Souza Santos-, sociales -que tienen que ver con miradas societarias (valga la redundancia), cargadas de cierto eurocentrismo y reminiscencias de Gino Germani-, o comunitarias, que son a las que adscribo con mayor fervor.
Sin que medie encono para con ninguna de las tramas mencionadas, la incorporación de quienes mayormente contribuyen a la construcción de un relato histórico que cimente la consolidación de una determinada comunidad -es decir, los y las adultas mayores que son la salvaguarda viva de aquello que no fue escrito, que no fue incorporado al acervo documentario de una determinada época- es fundamental para iniciar un proceso de engrosamiento del conocimiento histórico de un barrio determinado.
También es vital en toda comunidad que recree su pasado, que haya alguien a quien transmitirle ese conocimiento para que a su vez lo perpetúe en un eterno contar transgeneracional. Y si esos replicadores, a la vez fungen como dínamos que inquieren nuestro pasado, el trasvasamiento generacional puede estar garantizado.
Todo comenzó con una foto enviada por Franco. Franco es un muchacho de 20 años, egresado del Instituto Santa Cruz -brazo pedagógico de los pasionistas-, integrado de alguna manera al conjunto de la manzana que lo conecta a la iglesia de la Santa Cruz. En esa iglesia, para quienes no lo sepan, se efectuó un remedo trágico -tan trágico como el original, ¿o acaso existe una gradación de la tragedia? – de la traición consumada por Judas cuando besó a Cristo. El 10 de diciembre de 1977 Alfredo Astiz -quien se había infiltrado en el grupo que buscaba a sus familiares desaparecidos con el nombre de Gustavo Niño, aduciendo tener desaparecido a un hermano- selló con un beso, tal la señal convenida con los grupos de tareas de la dictadura cívico-eclesiástica-militar, la suerte de lo doce de la Santa Cruz.

Este 21 de marzo pasado se realizó una nueva marcha de las antorchas, y cuando hablo de trazos comunitarios en la formación del relato histórico, me refiero a que en el mismo grupo de whatsapp de la Junta de Estudios Históricos de San Cristóbal “Jorge Larroca”, en el que está Franco, egresado del Instituto Santa Cruz, también hay algún integrante de los Doce de la Santa Cruz.
Pero para no irme en derivas y digresiones a las cuales soy tan afecto, me referiré a la catarata de reconstrucción histórica a partir de la foto que circuló Franco. Es una foto de la demolición de los Talleres Vasena, que se ubicaba en los terrenos en donde se encuentra la actual plaza Martin Fierro y el polideportivo con el mismo nombre, y que fueron el epicentro y origen de la rabia que alimentó a la rebelión acaecida entre el 7 y el 14 de enero de 1919 en toda la ciudad de Bs. as. y que trascendió con el nombre de Semana Trágica.
Esa foto enviada al grupo de la Junta (aunque muchas veces, como en todo grupo de wsapp, se contamina con otra información que nada tiene que ver con el tópico grupal), inmediatamente generó el comentario de uno de los reservorios de esa Memoria Histórica por excelencia, y tal vez el unus testis de esos días que es parte del grupo: el Dr. Macagno. Primeramente, ponderó la calidad de las fotos y valor de ese hallazgo: un hombre de 90 años dialoga con otro de 20 (magia de las redes -de los tres tipos- y baluarte del trasvasamiento generacional del que se habla en la Comunidad Organizada). Pero luego comenzaron a surgir preguntas. El mismo presidente de la Junta, Macagno, preguntó si había fecha de la foto, ya que en el post no estaba consignada. Automáticamente Franco dijo que debía haber sido tomada entre 1926 -año en qué la municipalidad compra los terrenos- y el 14 de julio de 1940 -año en que se fundó la plaza-.
Si bien el dato de la fecha surge de cualquier efeméride oficial, lo interesante para la vindicación de la red comunitaria que se hace en este artículo, es aclarar que esa fecha no surge de un documento, sino que sale del diálogo entre el estudiante de historia Franco y el Dr. Macagno, y que este último, para enriquecer aún más el dato, afirma que esa demolición debió efectuarse entre 1937 y 1940, ya que él mismo fue testigo de la picota, un lujo comunitario que nos podemos dar los miembros de la Junta. Él cuenta que iba a una escuela sita en la calle Rioja y recuerda la demolición que en aquellos días parecía sempiterna.
Pero la historia no terminó allí. A través del reposteo en el que aparecieron esas fotos (en la página de Facebook de Fotos antiguas de la Ciudad de Bs. As), me escribió Fabio Márquez (un flaneur de la ciudad, entre otras profesiones) y me contó que otra persona adscripta a la red le adjuntó dos fotos: una foto de la inauguración de la plaza Martín Fierro y otra de la misma plaza, pero actual, en la que señala la pervivencia de una casa. Las fotos comienzan a llegar como manantial desbocado, y aparecen fotos de diferentes niñxs que aparecen jugando en esa plaza de antaño, y a través de ellas se leen una cantidad ingente de datos (formas de vestir, tipo de juegos, cambios en la distribución de los juegos en la plaza, edificios que aún existen y otros que ya no están, nombres de comercios y ramas a las que se dedicaban, etc.). Es decir, que, a través de la colaboración documentaria de acervos fotográficos personales, se puede hacer una reconstrucción histórica de manera colectivas mucho más certera que aquella que un intelectual puede hacer a solas en la isla del archivo.

Cuando en el grupo de Wsapp reenvié la foto de la inauguración de la plaza que me envío Márquez, el Dr. responde que ese día estuvo ahí, llevado de la mano de su abuelo, venido de… pero bueno: allí ya comienza otra historia digna de ser contada, pero que en esta ocasión alargaría este artículo más de la cuenta.

Lo concreto, es que la participación en las redes comunitarias, actuando como nodo difusor de la memoria y el recuerdo, aunado a la posibilidad de entrevistar, visitar archivos y bibliotecas y consultar fuentes de todo tipo, nos permite realizar un aproximamiento a la configuración identitaria del ser sancristobaleño y acaso allí resida el principal rasgo de supervivencia de aquel que fuera denominado por Jorge Larroca como el barrio olvidado; aunque gracias a este tipo de tramas comunitarias, quizás podamos empezarlo a llamar San Cristóbal, un barrio inolvidable.